CRISTO EN LA CRUZ, SUS ÚLTIMAS PALABRAS (IV)



Todas estas desgracias fueron predichas por Nuestro Señor en las parábolas del viñador que contrató obreros para su viña, del rey que hizo una boda para su hijo, de la higuera estéril, y más claramente, cuando lloró por la ciudad el Domingo de Ramos.

 La oración de Nuestro Señor fue también escuchada si es que hacía referencia al crimen de los judíos, pues obtuvo para muchos la gracia de la compunción y la reforma de la vida. Hubieron algunos que “volvieron golpeándose el pecho”. Estuvo el centurión que dijo “verdaderamente éste era el Hijo de Dios”. Y hubo muchos que unas semanas después se convirtieron por la prédica de los Apóstoles, y confesaron a Aquel que habían negado, adoraron a Aquel que habían despreciado. Pero la razón por la cual la gracia de la conversión no fue otorgada a todos es que la voluntad de Cristo se conforma a la sabiduría y la voluntad de Dios, que San Lucas manifiesta cuando nos dice en los Hechos de los Apóstoles: “Y creyeron cuantos estaban destinados a una vida eterna”.



“Perdonalos”. Esta palabra es aplicada a todos por cuyo perdón Cristo oró. En primer lugar es aplicada a aquellos que realmente clavaron a Cristo en la Cruz, y jugaron a la suerte sus vestiduras. Puede ser también extendida a todos los que fueron causa de la Pasión de Nuestro Señor: A Pilato que pronunció la sentencia; a las personas que gritaron “crucificalo, crucifícalo”; a los Sumos Sacerdotes y escribas que falsamente lo acusaron, y, para ir más lejos, al primer hombre y a toda sus descendencia que por sus pecados ocasionaron la muerte de Cristo.

Y así, desde su Cruz, Nuestro Señor oró por el perdón de todos sus enemigos. Cada uno, sin embargo, se reconocerá a sí mismo entre los enemigos de Cristo, de acuerdo a las palabras del Apóstol: “Cuando éramos enemigos fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo”. Por tanto, nuestro Sumo Sacerdote, Cristo, hizo una conmemoración para todos nosotros, incluso antes de nuestro nacimiento, en aquel sacro “Momento” , si puedo así decirlo, que Él hizo en el primer Sacrificio de la Misa que celebró en el altar de la Cruz.

¿Qué retribución, oh alma mía, harás al Señor por todo lo que ha hecho por ti, aún antes de que seas?. Nuestro amado Señor vio que tú también algún día estarías en las filas con sus enemigos, y aunque no le pediste, ni lo buscaste, Él oró por ti a su Padre, para que no cargue sobre ti la falta cometida por ignorancia. ¿No te importa por tanto tener en cuenta a tan dulce Patrón, y hacer todo esfuerzo por servirle fielmente en todo? ¿No es justo que con tal ejemplo delante tuyo aprendas no sólo a perdonar a tus enemigos con facilidad, y orar por ellos, sino incluso a atraer a cuantos puedas para hacer lo mismo?. Es justo, y esto deseo y tengo el propósito de hacer, con la condición de que Aquel que me ha dado tan brillante ejemplo me dé también en su bondad la ayuda suficiente para realizar tan grande obra.



Pues “no saben lo que hacen”. Para que su oración sea razonable, Cristo se disminuye, o más aún da la excusa que pueda por los pecados de sus enemigos. Él ciertamente no podía excusar la injusticia de Pilato, o la crueldad de los soldados, o la ingratitud de la gente, o el falso testimonio de aquellos que perjuraron. Entonces no quedó para Él más que excusar su falta alegando ignorancia. Pues con verdad el Apóstol observa: “Pues de haberla conocido, no hubieran crucificado al Señor de la Gloria”.

Aun así, Pilato lo sabía un hombre justo y santo, que había sido entregado por la envidia de los Sumos Sacerdotes, y los Sumos Sacerdotes sabían que Él era el Cristo prometido, como enseña Santo Tomás, porque no podían -ni lo hicieron- negar que había obrado muchos milagros que los profetas habían predicho que el Mesías obraría. En fin, la gente sabía que Cristo había sido condenado injustamente, pues Pilato públicamente les había dicho: “No encuentro en este hombre culpa alguna” e “Inocente soy de la sangre de ese hombre justo”.

(Continuará)

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