LOS CÁTAROS O ALBIGENSES

En el siglo III de nuestra Era, nace en Babilonia una religión que postula la existencia de dos principios eternos que luchan entre sí: Un reino bueno de Luz y otro malo de tinieblas. La mezcla de estos dos reinos, impregnan al mundo y el hombre, y se denomina Maniqueísmo, siendo Maniqueo o Manes, uno de los profetas destinados a separar esta mezcla.

El maniqueísmo, no cree en la responsabilidad del hombre por sus pecados y además, rechaza el concepto de “pecado original” y también todo el Antiguo Testamento. Fieles a estos preceptos, surge en la Edad Media un grupo formado por los denominados cátaros (del griego katarós: puro) o albigenses (de la ciudad de Albi), secta que es considerada herética, se separa de la Iglesia romana y crea un movimiento elitista, que con el tiempo llega a identificarse con los Caballeros del Grial, instalándose en lugares cercanos a los Pirineros franceses en el siglo XI.

Su objetivo era recuperar la inocencia perdida por medios diferentes a los impuestos por el catolicismo, que ellos consideraban represores y no amantes de la vida. Creían que la adoración de la cruz era ultrajante para la Divinidad de Cristo y solamente aceptaban el Evangelio de Juan. Para este objetivo, el acceso a esa perdida inocencia serían el ayuno, la renuncia sexual y una estricta pureza como modo de vida. Hacían extraños ritos  como el de la Manisola, que era una especie de fiesta mística, realizado con el fin de obtener alimento material y espiritual. Otro rito era el llamado Consolamentum, que consistía en un beso que transmitía la iluminación entre los seres elegidos. Los sacerdotes y sacerdotisas, eran denominados Perfecti (perfectos).

El pueblo fue aceptando este movimiento, ya que preferían la libertad del alma ante los castigos terribles de la Iglesia por cualquier falta cometida y así, el grupo fue creciendo por todo el sureste de Francia, llegando hasta Italia y parte de Alemania. Las ciudades albigenses más importantes fueron Provenza y el Languedoc, con centros de gran importancia de intercambio cultural entre los símbolos orientales y occidentales en las Cruzadas.

La Iglesia comenzó a considerar a los Cátaros como una seria amenaza a los que se fueron uniendo muchos monarcas del norte de Europa, ya que veían en peligro sus riquezas y menoscabados en sus mandatos, siendo el Papa Inocencio III el que se preocupó de lo que consideraban una expansión herética.
                                                    
        En el Concilio de Tours, se condenó unánimemente la llamada herejía cátara y se ordenó a los obispos que lanzaran anatemas contra los que autorizaban a permanecer a los herejes en territorios bajo su mando, así como a los que realizaran con ellos tratos comerciales de ninguna clase. El Papa inició la represión y en 1,208 envió a Pedro de Castelnau a fin de hacer cumplir las medidas adoptadas, pero éste fue asesinado, con lo cual se aprovechó este hecho, como una excusa para emprender una acción contra los Cátaros, que llegó a ser uno de los genocidios más sangrientos que haya conocido la historia. El rey Felipe II, tenía el anhelo de capturar las tierras de los Pirineos ocupadas por los cátaros para adueñarse de sus fértiles campos, ofreciendo la Iglesia grandes indulgencias a los que se unieran a esta especie de Cruzada.

Hombres, mujeres y niños, eran quemados sin piedad en nombre de la Santa Iglesia, todas sus propiedades incendiadas y los cátaros fueron siendo irremediablemente exterminados. Una de las fortalezas que más resistieron ante los feroces ataques, fue el castillo de Montségur en el Languedoc francés, situado en la cumbre de una montaña rodeada de precipicios, lo que no impidió el asedio a los últimos quinientos “hombres puros” por veinte mil soldados y en la noche del 16 de Enero de 1.244, cayó definitivamente esta fortaleza y los pocos que sobrevivieron fueron quemados vivos en un tereno cercano que luego fue llamado el Camp des Cremats (campo de los quemados). Los que quedaban dispersados y que fueron siendo encontrados, fueron obligados a convertirse al catolicismo o morir.
  
  Castillo de Montségur