LA PASIÓN DEL SEÑOR. DE JERUSALÉN A SEVILLA. JUEVES SANTO

El átrio del Pontífice

Seguían a Jesús, Simón Pedro y otro discípulo. Este discípulo, era conocido del Pontífice y entró al tiempo que Jesús en el atrio, mientras que Pedro se quedó afuera en la puerta. Salió el otro, habló con la portera y dejó pasar a Pedro. Es evidente que el otro discípulo era Juan.

Después de haber cortado la oreja a Malco, Pedro, aunque no lo abandonó totalmente, le seguía a cierta distancia para no ser apresado, más cuando llegaron a casa del Sumo Sacerdote, las puertas estaban cerradas porque había un clima de temor y desconfianza, pensando que los amigos de Jesús quisieran liberarlo. Por eso controlaban las entradas del palacio y sólo abrían la puerta a conocidos. Juan prefirió entrar primero solo y cuando el conocido suyo que estaba dentro, ya le permitió a Ballila, la portera, que le abriese la puerta a Pedro. Más ella lógicamente le preguntó: “¿No eres tú también uno de los discípulos de ese hombre?”. Pedro respondió: “No soy”. Esta primera negación fue provocada por la sirvienta.

La historia de las negaciones de Pedro arranca de sus propias afirmaciones, demasiado rotundas, y desde sus jactanciosas protestas durante la cena, ya en realidad lo andaba negando, porque estaba negando la necesidad de la gracia. En Pedro se da una extraña mezcla de amor y desamor, porque si no amase al Maestro, no habría entrado en la casa de Caifás, pero si el desamor no hubiera habitado en él, jamás habría llamado al Maestro “ese hombre”, cuando al volverle uno a preguntar, contestó: “Jamás he visto a ese hombre”. Después, estando calentándose en una hoguera que había en el patio, una criada le dijo: “Tu también estabas con el Nazareno, con Jesús”, a lo que respondió: “Ni sé ni entiendo lo que tú dices”. Salió al vestíbulo y cantó el gallo.


Pedro, como era galileo, se hacía pasar por extranjero aparentando que no comprendía las acusaciones, pero Pedro reniega de Jesús en el patio de la casa de Caifás, donde se condena a muerte el Nazareno acusado de blasfemia, en una sesión nocturna del Sanedrín. En este contexto, Marcos, que culpa a los judíos de la muerte de Jesús, pone de manifiesto la actitud de Cristo y la de Pedro en circunstancias muy parecidas, pues mientras que Jesús no da un paso atrás y se mantiene firme en sus creencias y afirmaciones, lo que le llevará a la muerte, Pedro por el contrario, niega a su Maestro y se niega a sí mismo para salvar su vida.

Jesús ante el Sanedrín

Sanedrín, significa reunión. La tradición rabínica, basándose en el Consejo de los 70 ancianos, atribuye su fundación a Moisés y según Flavio Josefa, surge en tiempos de Antioco el Grande. Estaba compuesto por 71 miembros, incluido el Presidente, que pertenecían a la clase sacerdotal. Durante el reinado de la reina Alejandra, entraron a formar parte del mismo los escribas laicos o doctores de la Ley que llegaron a formar la mayoría. Era el Tribunal y Consejo en todos los órdenes, con competencia en todas las cuestiones civiles o religiosas relacionadas con la Ley judía. Bajo la dominación romana, sus facultades fueron limitadas tanto en lo gubernativo como en lo judicial, ya que la condena a muerte pronunciada en el Sanedrín, tenía que ser aprobada por el Procurador romano.

Según el Talmud, el Gran Sanedrín se regía, además de por la Ley Mosáica y otras disposiciones bíblicas, por normas tradicionales y sobre todo por las sentencias dictadas por ese tribunal y las opiniones de los sabios. Se establecía un sistema de garantías, conforme a ellas, el proceso criminal no se podía iniciar de noche y el juicio debía comenzar siempre con las declaraciones de los testigos de descargo y los argumentos favorables al acusado, y la prueba testifical, sólo se admitía cuando había dos testigos concordes en sus declaraciones. Si la sentencia era absolutoria, se pronunciaba el mismo día y si era condenatoria, al día siguiente, para que los jueces reflexionaran y pudieran obtener nuevas pruebas. Por todo esto, el Derecho Penal judío, prohibía incohar un proceso en vísperas de sábado o cualquier fiesta, si el delito consistía en la pena de muerte.

         El derecho procesal judío prescribe que un crimen capital no puede ser juzgado más que durante el día y nunca en tiempo de fiesta, así como la intervención inmediata de testigos de cargo que aportan, deformando su sentido , una palabra ciertamente auténtica de Jesús sobre el final del antiguo Templo, lo que constituyó una grave irregularidad jurídica. Además, en el caso de blasfemia, la autoridad judía habría tenido el derecho de ejecución, apedreando a Jesús. Sin embargo, Jesús no es lapidado, sino, después de escarnecido, es entregado por el Sanedrín al Procurador romano Pilato.

Caifás sabía que lo que estaba haciendo era manifiestamente ilegal, ya que las reglas establecidas por el Sanedrín, prohibían expresamente una condena surgida de las propias declaraciones del acusado, puesto que una condena sólo podía fundamentarse en las acusaciones de los testigos. Cuando Jesús se proclamó Mesías, los sanedritas lo consideraron una locura pero en absoluto una blasfemia merecedora de muerte. Por el contrario, entendieron que Jesús se presentara como Hijo de Dios y por tanto, con verdadero poder Divino. La condena del Sanedrín fue pues, básicamente religiosa, ya que allí se planteó el concepto de Dios metido en el corazón de los hombres, frente al Dios esclerotizado  y legalista, al que los miembros del Sanedrín rendían culto. Según la tradición evangélica, el Sanedrín en su sesión matutina, decidió aprobar el acta de acusación redactada por la noche y entregar a Jesús a la autoridad competente para el enjuiciamiento por casos políticos.

Los guardias y criados del Sumo Sacerdote, llegaron a Jesús a una habitación más pequeña donde le tuvieron toda la noche preso. Por turno, los guardias se ponían delante de Él y repetían las acusaciones del Sanedrín, y como Jesús callaba, le abofeteaban. Con un trapo rojo, le vendaron los ojos y empezaron a darle vueltas, golpeándole y diciéndole: “Mesías, ¿quién te ha pegado?” y reían aumentando los golpes al indefenso. Jesús no abre la boca y rogando por ellos a Dios, suspiraba. Se veía alrededor de Él un halo de luz, de modo que ni los ultrajes ni la ignominia alteraban su inexplicable majestad.

Jesús ante Pilato

Los príncipes de los sacerdotes con los ancianos y escribas y todo el Sanedrín, atando a Jesús, lo llevaron y entregaron a Pilato. Era muy de mañana. Los sanedritas no entraron en el Pretorio para no contaminarse y poder comer la Pascua. Salió pues Pilato fuera y dijo: “¿Qué acusación traéis contra este hombre?”. Comenzaron a acusarle diciendo: “Hemos encontrado a éste pervirtiendo a nuestro pueblo; prohíbe pagar el tributo al censar y dice ser Mesías rey”. Díjoles Pilato: “Tomadle vosotros y juzgadle según vuestra Ley”. Le dijeron entonces los judíos: “Es que a nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie”. Para que se cumpliese la palabra que Jesús había dicho, de qué muerte había de morir. Los acusadores, habían sustituido el cargo de blasfemia, según la Ley judía, por el grave delito político de que Jesús se atribuyese la realeza. Si este hecho se acreditaba, debía castigarse con la pena de muerte por alta traición, como “crimen maiestatis”.

Poncio Pilato fue “praefectus provinciae” en Judea, en representación del Emperador Tiberio, durante los años 26 al 36 de nuestra era. Probablemente descendía de la “Gens Pontia”, famosa en los orígenes de Roma. El sobrenombre de Pilato, tenía su origen en “pilum”, conocida arma de legionario romano que significa arma de dardo. Gozaba de cierta influencia por su mujer Claudia Prócula bein relacionada y Secano, jefe de la guardia imperial de Tiberio, conocido por su aversión a todo lo judío. Pilato era un hombre contradictorio, astuto, irascible, obstinado y aristocrático, y su gobierno en Judea, estuvo presidido por la inquietud social, siendo destituido por Lucio Vitelio, por abuso de poder a raíz de una matanza mandada por Pilato contra los galileos.

¿Eres Tú el rey de los judíos?

Conforme a las normas del procedimiento penal romano, Pilato interrogó a Jesús sobre las acusaciones que sobre Él hacía el Sanedrín. En primer lugar le preguntó: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Jesús contesta: “Tú lo dices”. Luego añade: “Mi Reino no es de este mundo, porque si lo fuera, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos, pero Mi Reino no es de aquí. Yo he venido al mundo para dar testimonio de la Verdad, todo el que es de la Verdad, oye Mi voz”. “¿Y qué es la Verdad?”, exclama Pilato, porque él había asistido en Roma a muchas reuniones acerca de la verdad y el error. No era una cuestión filosófica sobre la naturaleza de la Verdad, sino una pregunta existencial sobre la propia relación con la Verdad. Era un intento de escapar a la voz de la conciencia, que ordenaba reconocer la Verdad y seguirla. El hombre que no se deja guiar por la Verdad, llega a ser capaz de incluso realizar una sentencia que condena a un inocente. A lo largo de los siglos, la negación de la Verdad ha generado sufrimiento y muerte y son los inocentes, los que pagan el precio de la hipocresía humana. No bastan decisiones a medias ni lavarse las manos, porque siempre quedará la responsabilidad por la sangre de los inocentes.

Pilato tuvo la suerte en aquél único día de su vida de contemplar el rostro de la Verdad, la suprema Verdad humana y no la supo ni la quiso ver. La Verdad que podría resucitarlo y transformarlo en un hombre nuevo, está ante él, cubierta de carne humana, con el rostro abofeteado y las manos atadas. Pero en su soberbia “¿A mí no me respondes...?, ¿no sabes que tengo el poder para soltarte o crucificarte?”, no adivina la extraordinaria fortuna que le ha correspondido y que millones de hombres le envidiarán después de su muerte. Pilato estaba convencido de la inocencia de Jesús y que la denuncia se debía al odio que le profesaban los notables de su nación a causa de las disputas religiosas. Pilato le sigue interrogando, pero Jesús guarda silencio, porque Él había nacido para dar testimonio de una grande y nueva Verdad religiosa y es que Su Reino estaba en medio de todos aquellos que lo buscaban. Pilato, más que defender la justicia y el derecho, preservó  su posición política cuando Caifás le hizo comprender que era peligroso para el Procurador romano, a los ojos de Tiberio, mantener una posición de defensa del inocente.

El Procurador manifestó a los príncipes de los sacerdotes y a la muchedumbre: “Ningún delito hallo en este hombre”, pero se lava las manos antes de entregar a Jesús, para que lo ejecuten.
  
Jesús ante Herodes Antipas

Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande (el que ordenño la matanza de los inocentes), aunque aceptaba las prescripciones religiosas judías, mandó construir su capital Tiberiades, sobre un cementerio, por lo que al ser impura, los judíos nunca ponían los pies en ella. Su matrimonio con Herodías, la mujer de su hermano Filipo, era para los judíos un escándalo intolerable. Tras la ejecución de Juan el Bautista para complacer a Salomé, hija de Herodías, creció el odio que separaban a Herodes y los judíos, para quienes Herodes era un tirano intruso, un escandaloso pecador y no un miembro de pleno derecho del Pueblo de la Promesa.

Pilato o estaba obligado a enviar un procesado ante su soberano de origen, ya que el único juez competente era el Procurador romano, sin embargo lo hizo, con la esperanza de deshacerse de aquél incómodo asunto judicial. Herodes Antipas, caprichoso, corrompido y mundano, acosó a Jesús para saber de sus misteriosos poderes y si era posible, ser testigo de alguno de sus milagros. Se insiste en el hecho de que Herodes fue partícipe en la muerte de Jesús, y ocurría que en primer lugar, para que se cumpliera la profecía, debían ser al menos dos gobernantes implicados y en segundo lugar, porque es probable que Herodes, al ser un títere de Roma, participase de alguna manera en el proceso. Para Herodes Antipas, Jesús era el Bautista resucitado y la innata superstición del asesino, era tanto más viva cuanto que se enlazaba con el recuerdo de su víctima-

Herodes hizo muchas preguntas a Jesús, pero Él no respondió a ninguna y ni sólo o hizo ningún milagro, sino que ni le dirigió la palabra. Herodes no amaba la Verdad, más bien la aborrecía hasta el extremo de hacer decapitar al Bautista. Entones Herodes, ante Su silencio, le desprecia delante de toda su guardia, porque esto era una ofensa hacia su persona y no encontró mejor camino para vengarse que despreciarle. Como  no pudo sacarle una palabra ni la realización de un milagro, pensó que estaba poco menos que loco y el tetrarca le despreció como si Jesús fuera un ignorante que no sabía hablar o un tonto que no sabía defenderse.


Desde Su silencio manso y humilde, Jesús nos interpela por nuestros egoísmos, nuestras impurezas, nuestras violencias, en suma, por todos nuestros pecados. Sin embargo, la respuesta de Cristo no será la interpelación del griterío, de la obediencia humilde, de la paciencia del silencio, porque éste tiene una dimensión inseparable que lo separa de la palabrería. El silencio que talla la distintividad de la Palabra frente a  la palabrería, debe ser aprendido y ejercitado para convertirse en hábito de “estar a la escucha y escuchar” a Dios Padre, que en el silencio, habla al corazón de los hombres. Por tanto, el silencio de Cristo, es sólo el velo de Su duradera escucha del Invisible, al que nos enseñará también a nosotros a llamarle Padre.

Clámide brillante

Herodes mandó colocar a Jesús unas buenas vestiduras y así, convertido en rey de burlas, lo devolvió a Pilato. En el ritual judío, el blanco y el rojo eran, respectivamente, los colores del rey y del Sumo Sacerdote. Por tanto, el único Mesías, Jesús de Nazaret, se había cumplido la doble expectativa: La de Rey y Sumo Sacerdote. En efecto, las vestiduras blancas de Herodes se contraponen al rojo púrpura del manto colocado sobre los hombros de Jesús por los soldados de Pilato.

Herodes sabía que Pilato no había encontrado en Jesús culpa alguna, por eso, gozándose en la rabia de los sanedritas, impacientes por condenar a Jesús, se proponía, más que un juicio, pasar un rato alegre y divertido, viendo cómo aquel mago o prestidigitador, para salvarse de la muerte, accedía a realizar en su presencia algunos prodigios. Los príncipes de los sacerdotes, recordaron a Herodes la injuria de Jesús al llamarle “zorro”, le hicieron ver que desde hacía tiempo denigraba a la familia real, le presentaron como un sedicioso y usurpador del título de rey y recalcaron en suma, los falsos testimonios típicamente judíos, como las supuestas blasfemias, violaciones del sábado, las amenazas de destruir el templo  y el pretendido afán de considerarse Hijo de Dios. Pero Jesús callaba con silencio sepulcral ante el tetrarca.

A Herodes no le parecía hábil condenar al reo que Pilato había declarado inocente y por razones políticas, le convenía mostrarse obsequioso con el Procurador romano en presencia de los judíos. Así que lo despreció ante su corte, teniéndolo por loco y mentecato. Herodes se burló de Jesús y sus soldados y acusadores secundaron su mofa, le insultaron y le pusieron motes. El tetrarca mandó que le vistieran con una túnica brillante, para ridiculizar al pretendido rey de los judíos y a la vez, vengarse de los acusadores. Una veste blanca, al fin, se adjudicaba a los insensatos, a los locos y Herodes quería confirmar que Jesús era todas esas cosas a la vez y su burla se convertía en la consagración oficial, aunque inconsciente, de los diversos atributos del Mesías, verdadero Rey, verdadero Dios. 

La clámide brillante, es el hábito del Rey de los judíos y Jesús fue acusado precisamente de un crimen “lesa majestad”, a saber, querer ser rey de los judíos. Herodes dijo a sus criados y guardias lo siguiente: “Coged a ese insensato y rendid a ese  rey burlesco los honores que merece, es más bien un loco que un criminal”.

Condujeron al Salvador a un gran patio, donde le hicieron objeto de burla y escarnio. Le echaron sobre la cabeza un gran saco blanco al que le hicieron un agujero con una espada. Otro soldado trajo un trozo de tela colorada y se la pusieron al cuello, entonces se inclinaban delante de Él, lo empujaban, lo injuriaban, le escupían y le pegaban por no haber querido responder a su rey. Nadie tenía piedad de Él, y con los golpes en la cabeza le hicieron sangrar abundantemente.


(continuará)

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