LA PASIÓN DEL SEÑOR. DE JERUSALÉN A SEVILLA

Cuarta Palabra: Dios mío, Dios, mío, ¿por qué me has abandonado?

A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: “Eloí, Eloí, ¿lama sabachtani?, (traducido en el enunciado). Parece que sea un grito desesperado, cuando en realidad se trata del primer versículo del Salmo 22, salmo mesiánico de lamentación, de confianza y acción de gracias. Con este Salmo, que describe la situación que está viviendo, Jesús pide al Padre refugio y protección y le da gracias por el fruto de Su muerte.

Jesucristo sabía y aceptaba, que al morir tenía que hundirse en lo más profundo antes de ascender a la cima de la libertad. Su Cuarta Palabra, recuerda que estaba a punto de ser rescatado de Su aflicción, de la misma manera que un instante antes Él había salvado al Buen Ladrón. Hoy es quizás el día de los ¿por qué?. ¿Quién no tiene un por qué un su vida?. ¿Por qué el dolor, la locura, la guerra, el hambre, el cáncer, el terror?, ¿por qué la muerte?. Quizás sea preciso subir al Calvario y preguntarle al Señor : ¿Por qué te hiciste hombre?, ¿por qué sufriste y fuiste condenado como un criminal a morir en el patíbulo?, ¿por qué María tuvo que llorar al pie de la Cruz?. Aquí estoy Jesús junto a Ti, con todos los por porqués de mi pobre vida. Enséñame a poner mi por qué, como Tú, en las manos de Dios, pues aunque no reciba respuesta inmediata, el hecho de preguntarle a Dios, es tener ya en mi alma la semilla de la respuesta.

Jesucristo, desangrado y moribundo, grita fuerte revelando Su angustia y soledad. Es un secreto de la justicia y misericordia de Dios. El justo es desamparado en Su tristeza, para que fueran salvados los pecadores. El Padre abandonó al Hijo y le hizo sentir la profunda pena que merecían nuestros pecados. Eso hizo Dios para consolarnos y para que tuviéramos una esperanza firme en Su Divino Hijo que por nuestra salvación, Dios Padre quiso que en la Cruz, ya moribundo, Cristo sufriera la ausencia de Dios y padeciera aquella amargura que le hizo gritar: ¿Por qué me has abandonado?. Es conveniente, según la voluntad de Dios, sustraer el ímpetu de la gloria de Cristo y dejarle solo en la cruz con Su naturaleza humana, dejarle a solas con Su dolor como si fuera solamente un hombre. Sin embargo, Jesús en la Cruz, ama a Su prójimo e intercede por él, mostrándonos la fortaleza de Su corazón, Su Divina misericordia que ha crecido y perfeccionado en Su vida pública hasta ser perfecta en la Cruz.

Así pudo conocer la desesperación humana, no en cuanto “pecaminosidad” y rebelión contra Dios, sino como angustia y sufrimiento.

En torno a la Cruz reinaba el silencio, ya que todos se habían alejado. El Señor sufría solo y abandonado como un hombre afligido, angustiado y olvidado de todo consuelo Divino y humano. En ese momento, Jesús no lo vive con soledad, abandono ni desesperación ante la muerte, porque Cristo, Luz de los pueblos, Pascua y Liberación, nos ha precedido en ese camino, sembrándolo de bendiciones y ha plantado en él Su Cruz para desvanecer nuestros temores.


 Si Jesús no hubiera sufrido esa soledad, a nosotros nos hubiera quedado muy poco consuelo en nuestra debilidad. Por esta razón, fue necesario dejarle solo con Su naturaleza humana, dejarle a solas con Su pena y amargura, como si fuera solamente un hombre, el Verbo encarnado en las entrañas purísimas de María. Y Jesús grita, para que sepamos que era un hombre de carne y hueso, con sentimientos, semejante  en todo a nosotros, menos en el pecado. Y entre dolores y lágrimas, se quejó ante Su Padre en quien veía Su infinito amor y justicia.

Las súplicas del Salmo profético que recuerdan al Varón de Dolores de Isaías, suben del corazón herido del crucificado como último aliento de su humanidad agonizante y en la intensidad de Su dolor y el espanto de Su soledad y abandono, Jesús invoca por dos veces a Dios como suyo: “Dios mío, Dios mío” y Dios se muestra totalmente ajeno. El abandono de Jesús en la Cruz, es un misterio emocionante y a la vez consolador, pues en efecto: ¿Quién no se ha sentido abandonado de los hombres y hasta de Dios?.

Jesús mismo, cerró las puertas a toda forma de consuelo que le podían llegar del cielo y la tierra, de Su Padre Soberano y de Sí mismo, porque no había alivio alguno que mitigase la fuerza de sus dolores. Y tanto dolor y sufrimiento ¿por y para qué?, pues como Jesús le manifestó a Nicodemo: “A la manera que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que creyere en Él, tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio Su Unigénito Hijo para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna, pues Dios no ha enviado a Su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que sea salvado por Él”.

Algunos de los que allí estaban oyéndole decían: “A Elías llama éste”. Luego uno de ellos, tomó una esponja, la empapó de vinagre, la fijó en una caña y le dio de beber. Otros decían: “Deja, veamos si Elías viene a salvarle”. El vinagre que se le dio a beber antes de morir, era un suplemento de crueldad, pues calmando la sed del crucificado se prolongaba Su agonía, lo que era un verdadero acto de sadismo. Este “vinagre”, era una bebida acidulada llamada “posca”, que era una mezcla de agua, huevo y vinagre. ¡Señor Jesucristo, ante Ti me  presento con la pesada carga de mis dolores y sufrimientos. Ten misericordia de mi y ayúdame!.  

(continuará)

Copyright. Todos los derechos reservados. Orden del Temple.