LA PASIÓN DEL SEÑOR. DE JERUSALÉN A SEVILLA

Séptima Palabra: Padre, en tus manos encomiendo Mi espíritu

Jesús, dando una gran voz dijo: “Padre, en tus manos encomiendo Mi espíritu” y diciendo esto, expiró. Su oración, expresa una postura de abandono en las manos el Padre. Luego, un último grito de Jesús, al que sigue la muerte. Las palabras que dice con gran esfuerzo, apoyando el cuerpo sobre los clavos de los pies para poder levantarse, expresan Su amor. La actitud de Jesús crucificado, expresa un amor espiritual e inteligente, comunicándolo con las actitudes y la elección de las palabras.

Jesús  vive la terrible experiencia de la Cruz, sin perder su doble condición Divina y humana, pues dirige todos sus actos para servir a los otros, no para ser servido. Después de su muerte, Su corazón es traspasado, pero ciertamente, “mirarán al que traspasaron”. Jesucristo, estaba en continua relación con el Padre, porque Él era la Palabra, el enviado y el espejo del Padre. Nosotros en cambio, hombres y mujeres de la sociedad del bienestar, la sociedad tecnológica, de la información, etc., hemos dejado al Padre por el desarrollo económico, científico, cultural, la libertad de los pueblos, etc.

Nosotros, a diferencia de nuestro Maestro Jesús, no necesitamos invocar al Padre para nada, somos autónomos, soberanos y autosuficientes. El Evangelio moderno, de las sociedades laicas, se basa en el “compromiso”, diálogo, la atención a los pobres y enfermos, pero nunca a la oración. El hombre y la mujer de nuestro tiempo, no tienen lugar, momento ni ocasión para orar al Padre. Así pues: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque quien pide, recibe; quien busca, halla y a quien llama se le abre. Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos, dará cosas buenas a quién se las pide”.

Padre, en tus manos encomiendo Mi espíritu”. Jesús, con Su muerte voluntariamente aceptada, abre las puertas para la efusión del Espíritu Santo, de la Gracia Divina. Y la Palabra se hizo silencio. La Palabra que venía del Padre  como Luz de los hombres, se hizo silencio en acto de oración. En esa Palabra, hecha muerte por nosotros, resonó la última Palabra de Dios a los hombres. En ese silencio de amor hasta la muerte, el hombre ha podido escuchar al Dios vivo y verdadero.


       La maravilla de la Redención es que el Hijo de Dios, haya compartido la condición del hombre incluso en la forma de morir, pues ese grito inarticulado y sin palabras, es la gran voz de quien muere violentamente. Para morir, Jesús tiene que arrancar la vida de Su cuerpo con violencia y gran determinación, puesto que, el Padre le ama porque da Su vida para tomar la nuevo. En efecto: “Nadie me la quita, soy Yo quien la doy por Mi mismo. Tengo poder para dar la vida y poder para volver a tomarla. Tal es el mandato que del Padre he recibido.

Jesús inclina la cabeza y entrega el Espíritu Santo a la humanidad rescatada del pecado, con el precio de Su sangre. “Yo he vencido al mundo”, es decir, al odio, la violencia, el fracaso, la soledad, la enfermedad, etc. Cuando Jesús, el Dios de la vida y la muerte, encomendó Su alma humana a Dios Padre y la muerte tomó posesión de Él, Su cuerpo sagrado se estremeció, se puso de un blanco lívido, y sus heridas, que habían sangrado profusamente, parecían manchas oscuras. Sus mejillas se hundieron, su nariz se afiló y sus ojos llenos de sangre, se abrieron a medias. Levantó un instante la pesada cabeza coronada de espinas, por última ve y la dejó caer con dolores de agonía. Sus Divinas manos con las que curó a tantos enfermos, se abrieron y volvieron a su postura natural, pues hasta el momento de la muerte, habían estado contraídas por los clavos. Todo u cuerpo se aflojó y cayó sobre los pies, sus rodillas se doblaron y lo mismo que sus pies, giraron levemente hacia un lado.

Incluso al morir, Jesucristo actuó voluntariamente, pues su cabeza no cayó sobre su pecho después de la muerte, sino que Él la inclinó aceptando que Su vida terrenal acababa al fin. Así muere el Hombre-Dios, que ha dado el agua de la vida a los sedientos, que ha despertado a los muertos de sus féretros y los sepulcros, que ha ahuyentado a los demonios de las almas bestiales, que ha devuelto el movimiento a los petrificados, que ha  llorado con los que lloraban. Ha amado infinitamente a todos los hombres, incluso a aquellos que no eran dignos de Su amor, y el odio y la envidia le han clavado en una Cruz. Ha sido justo como la justicia y se ha consumado en su daño la injusticia más dolorosa, en suma ha traído la vida y en cambio, le dan la muerte más ignominiosa. Las manos de Dios son salvación. No están hechas para condenar a nadie, sino para salvar a todos. Si alguien se condena, es únicamente en la medida en que huye de esas manos, porque Dios no es más que Amor y Vida perdurable.



(continuará)

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