LA SOLEDAD (I)



La Soledad, es algo que nos acompaña, aunque no nos demos cuenta, a lo largo de toda nuestra vida, por mucha gente que nos rodee, ya que todas las decisiones que tomamos, las acciones que acometemos, los errores que salpican nuestra evolución, son siempre tomados por nosotros mismos, en nuestros ratos de reflexión o inducidos por situaciones externas, que a veces nos precipitan por caminos equivocados, aunque nuestra es la responsabilidad de la decisión que tomemos.

Casi siempre, y podríamos eliminar el “casi”, echamos a los demás la culpa de nuestras adversidades, sin pararnos a pensar que somos nosotros los únicos causantes de nuestros males, aunque quizás lo que ahora nos ocurre, sea la consecuencia de algo que ocurrió hace mucho tiempo. Pero la Ley del Universo, siempre nos pasará el efecto de nuestros causas.

Clamamos muchas veces, en ocasiones con desesperación, por la necesidad de “estar solos”, sin caer en la cuenta de que hay que tener cuidado de lo que se pide, porque podemos llegar a conseguirlo, y la Soledad deseada, acaba siendo impuesta, que es radicalmente diferente. Solemos decir con frecuencia “necesito estar solo”, porque la vida estresante a que nos lleva el trabajo, el estrés, las dificultades dinerarias, el afrontar problemas familiares de los cónyuges, los hijos u otros familiares, nos hacen, por falta de una decisión clara y serena, llegar a unos estados de agitación, que nos parece que estar solos es sinónimo de el mayor bien que nos puede acontecer.

 Más puede ocurrir, cuando menos lo esperamos, que llegue esa Soledad que tanto ansiamos y se convierta, como antes decía, en impuesta, y nos vemos de verdad solos e indefensos ante el mundo, por el abandono de los seres queridos que “ocupaban” nuestra vida, tránsitos, y más cuando ahora las nuevas generaciones, por su acelerado ritmo de vida y cambio educacional, consideran que los mayores o enfermos son un obstáculo en sus vidas de torbellino, y olvidan a esos que cuidaron de ellos y lucharon por situarlos en la vida, dejándolos en la más absoluta soledad y como mucho, acallan sus conciencias repartiendo el gasto que puede suponer el que pasen sus últimos tiempos en una Residencia, a ser posible, que no sea muy costosa. Que craso e ingrato error, pues ellos también llegarán a mayores, y sentirán el dolor del abandono, porque no recordaron que “el que a hierro mata, a hierro muere”.

Pero nosotros, que nos llamamos cristianos, que además incidimos en que somos seguidores del Cristo, no nos paramos a pensar la incomprensión y Soledad, que acompañaron a Jesús en Su vida. Por eso, quiero hacer estas reflexiones, para que sintamos en nuestro ser interno, que lo que Jesús vivió, debe hacernos sentir de qué manera canalizar nuestra Soledad, para sacar el mayor provecho de ella. Y digo Soledad, no como búsqueda de remanso y tranquilidad, sino como una manera de ser, comprendiéndolo, verdaderos discípulos del Maestro.

Jesús aparecía siempre rodeado de gente, de multitudes que rondaban ávidas de Su Palabra, deseosas incluso de “tocarlo”, porque irradiaba salud y contagiaba bienestar. Se presentaba siempre acompañado de sus discípulos, a quienes Él mismo había elegido, predicando a los pies de las montañas, subido en una barca cerca de la orilla, en los patios del Templo, en las Sinagogas y compartiendo la mesa con justos y pecadores. Vivía empujado por ese celo acuciante de anunciar, de entregar Su mensaje incluso a los que vivían en las más pequeñas y lejanas aldeas. Para eso había venido. Para dar oportunidades a todos, y los escuchaba y acogía; se complacía y sanaba, siempre que la fe movía a los que se le acercaban.

Conviene destacar, que Jesús se dirigía a la gente sin aditamentos morales, religiosos o espirituales, salvo el hecho de que insistía en los más pequeños, desamparados, víctimas de injusticias, los privados de esperanza o castigados por una religión sin alma.

 Sin embargo, esa gente que lo acompañaba y lo apretujaba, ese conjunto de seguidores más próximos y que compartían Su vida cotidiana y que, sin duda, lo querían, no entendían Su mensaje y no asimilaban sus enseñanzas y mucho menos, comprendían sus actitudes. Era esa paradoja en Su vida, que hacía Su Soledad en medio de la multitud. Ese permanente desierto, esa soledad interior que acompañará Su tarea de anuncio y proclamación del Reino, hacía que Jesús buscase con frecuencia, esa otra Soledad del desierto, de algún lugar tranquilo, lejos de todo bullicio, con frecuencia en el silencio de la noche para poder tener la intimidad necesaria con Su Padre.

(continuará)

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