LAS BIENAVENTURANZAS I



El Sermón de la Montaña, comienza con las ocho Bienaventuranzas. Casi todos las conocen, pero pocos las comprenden y sólo piensan que son unos buenos consejos teóricos, sin aplicación en la vida diaria, con lo cual ya se demuestra la carencia de la clave espiritual. En ellas, se recoge el espíritu de la enseñanza, más que la letra.

Jesús no nos dice que debemos o no hacer, que dieta llevar, que rituales hacer, porque en realidad, era anticonformista y ritualista; por eso fue intransigente con el clero judío, diciendo claramente que como había que adorar al Padre era en espíritu pues eso es lo que el Padre desea y busca.

Los fariseos, que eran de una exigencia terrible en cuanto a requisitos externos, fue con los que Jesús mostró una mayor intolerancia, ya que se pasaban las horas teniendo que cumplir un sin fin de detalles rituales para satisfacer las supuestas exigencias de Dios, que llegaban a ser unos 600 diarios, lo cual era imposible de cumplir, con lo cual el individuo vivía con una sensación crónica de pecado y creerse pecador, equivale a serlo con todas las consecuencias que se derivan de tal condición. Jesús contrastaba con esta actitud y quería liberar a los hombres de poner su confianza en las cosas externas para lograr la salvación, lo cual nos lleva a una situación completamente nueva y eso es lo que nos muestran las Bienaventuranzas.

I. Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Ser pobre en espíritu, no significa en modo alguno lo que hoy día llamamos “pobreza espiritual”. Ser pobre en espíritu, significa haber renunciado a toda idea preconcebida de buscar a Dios de todo corazón.

El que es pobre en espíritu, está dispuesto a dejar a un lado su modo de pensar, sus prejuicios y hasta el modo de vivir si es necesario, y echar por la borda todo lo que pueda representarle un obstáculo en su búsqueda de Dios. Un ejemplo de ello, es la actitud del joven rico que perdió su gran oportunidad. Rechazamos la salvación y la oportunidad de encontrar a Dios “porque tenemos grandes posesiones” y no es esto lo más grave, sino lo apegados que estamos a ellas; y no se refiere sólo a las materiales, sino a las opiniones preconcebidas, confianza en nuestro propio juicio y las ideas que nos son familiares; orgullo espiritual como producto de méritos académicos o sociales; hábitos de vida que no duele abandonar; respeto humano y sus críticas por temor al ridículo, o por interés inusitado por honores y distinciones del mundo. Todas éstas “posesiones”, son las que nos mantienen encadenados a nuestro exilio de Dios. El dinero, no es ni bueno ni malo, el problema es que nuestro corazón se esclavice a él; sin esto, no hay ningún problema para entrar en el Reino.

¿Por qué en Jerusalén el clero no recibió con alegría el mensaje de Cristo?. Pues precisamente por sus grandes posesiones: En erudición rabínica, en honores públicos por ser maestros oficiales de la religión, en riqueza personal en bienes materiales, etc. Y todo esto, debía ser sacrificado para recibir las enseñanzas espirituales de Jesús. Por eso los pobres, los humildes e ignorantes que poco tenían que perder, le oían con fervor y complacencia.

También hoy, no suelen ser los doctores de la Ley los que nos transmiten la Buena Nueva, porque en lo general, siguen teniendo grandes posesiones materiales, orgullo intelectual, egoísmo y presunción, honores académicos y prestigio social. Los pobres de espíritu, no tienen estos impedimentos, bien porque no los han tenido nunca o porque se han elevado a un plano superior de conciencia por la comprensión espiritual; se han liberado del amor al dinero y bienes terrenales, del temor al qué dirán y a la desaprobación de familiares y amigos, estando listos para comenzar una nueva ruta en la vida.


(continuará)


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