CRISTO EN LA CRUZ, SUS ÚLTIMAS PALABRAS (VI)



Lo que más nos impacta en la primera parte del sermón de Cristo en la Cruz es su ardiente caridad, que arde con fulgor más brillante que el que podamos conocer o imaginar, de acuerdo a lo que escribió San Pablo a los Efesios: “Y conocer la caridad de Cristo que excede todo conocimiento”. Pues en este pasaje el Apóstol nos informa por el misterio de la Cruz cómo la caridad de Cristo sobrepasa nuestro entendimiento, ya que se extiende más allá de la capacidad de nuestro limitado intelecto.

Pues cuando sufrimos cualquier dolor fuerte, como por ejemplo un dolor de muela, o un dolor de cabeza, etc., nuestra mente está tan atada a esto como para ser incapaz de cualquier esfuerzo. Entonces no estamos de humor ni para recibir a nuestros amigos ni para continuar con el trabajo. Pero cuando Cristo fue clavado en la Cruz, usó su diadema de espinas, como está claramente manifestado en las Escrituras de los antiguos Padres; por Tertuliano entre los Padres Latinos, en su libro contra los judíos, y por Orígenes, entre los Padres griegos, en su obra sobre San Mateo; y por tanto se sigue que Él no podía ni mover su cabeza hacia atrás ni moverla de lado a lado sin dolor adicional.

Toscos clavos ataban sus manos y pies, y por la manera en que desgarraban su carne, ocasionaban un doloroso y largo tormento. Su cuerpo estaba desnudo, desgastado por el cruel flagelo y los trajines del ir y venir, expuesto ignominiosamente a la vista de los vulgares, agrandando por su peso las heridas en sus pies y manos, en una bárbara agonía. Todas estas cosas combinadas fueron origen de mucho sufrimiento, como si fueran otras tantas cruces. Sin embargo, ¡oh caridad!, verdaderamente sobrepasando nuestro entendimiento.

Él no pensó en sus tormentos, como si no estuviera sufriendo, sino que solícito sólo para la salvación de sus enemigos, y deseando cubrir la pena de sus crímenes, clamó fuertemente a su Padre: “Padre, perdónalos”. ¿Qué hubiese hecho Él si estos infelices fuesen las víctimas de una persecución injusta, o hubiesen sido sus amigos, sus parientes, o sus hijos, y no sus enemigos, sus traidores y parricidas?. Verdaderamente, ¡Oh benignísimo Jesús! Tu caridad sobrepasa nuestro entendimiento.

Observo tu corazón en medio de tal tormenta de injurias y sufrimientos, como una roca en medio del océano que permanece inmutable y pacífica, aunque el oleaje se estrelle furiosamente contra ella. Pues ves que tus enemigos no están satisfechos con infligir heridas mortales sobre Tu cuerpo, sino que deben burlarse de Tu paciencia, y aullar triunfalmente con el maltrato. Los miras, digo yo, no como un enemigo que mide a su adversario, sino como un Padre que trata a sus errantes hijos, como un doctor que escucha los desvaríos de un paciente que delira. Por lo que Tú no estás molesto con ellos, sino los compadeces, y los confías al cuidado de Tu Padre Todopoderoso, para que Él los cure y los haga enteros. Este es el efecto de la verdadera caridad, estar en buenos términos con todos los hombres, considerando a ninguno como tu enemigo, y viviendo pacíficamente con aquellos que odian la paz.

(continuará)

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