LA PASIÓN DEL SEÑOR. DE JERUSALÉN A SEVILLA.

El Cristo de la Humildad y la Paciencia

La paciencia de Dios, es el complemento de nuestra debilidad, la razón de nuestra confianza en Él. La Paciencia, es una señal clara de la consciencia del hombre, de las características con las que ha nacido y del ritmo de las limitaciones del mundo externo que le rodea. Gracias a la Paciencia, el hombre descubre la belleza y la alegría escrita por el Creador en esas  limitaciones. La Paciencia, siempre está unida a la Paz y a la grandeza del Espíritu, ya que hunde sus raíces en el propio ser humano, permitiéndole situarse allende del tiempo. Por tanto la Paciencia, es la virtud de quienes ya en la Tierra comienzan a vislumbrar la eternidad. Por tanto, el Cristo de la Humildad y la Paciencia, nos invita a la modestia, porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado.


 He aquí pues, la mansedumbre del Mesías predicha por el profeta:

No disputará ni gritará, nadie oirá Su voz en las plazas. La caña cascada no la quebrará y no apagará la mecha humeante hasta hacer triunfar el Derecho y en Su nombre, pondrán las naciones su esperanza”.  Así pues, “El que se humillare hasta hacerse como un niño, ése será el más grande en el Reino de los Cielos”.

Por otra parte, el nombre de la Humildad y la Paciencia, es la síntesis de toda la cristología medieval, meditación sobre los sufrimientos de Cristo, poniéndolo como modelo a imitar. Jesús, sentado en una peña del Calvario, ha aceptado humildemente el mandato del Padre y lo espera con paciencia.

La imagen que lo representa, refleja fielmente al Cristo roto, abatido y humillado, que espera, pensativo, orante, perdonando a sus verdugos, pacientemente, ser crucificado. El Misterio, no está descrito en ningún pasaje evangélico, pues ninguno de los evangelistas contempla tan dolorosa escena. Cristo, implora la misericordia de Su Padre y la obediencia que le rinde, es más fuerte que todos los pecados de la humanidad, que Él llevaba sobre sí. Sentado en un peñasco del Gólgota, hace resplandecer el Amor, el Amor que todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Por tanto, solamente en la oración confiada a Su Padre, en el Amor de Jesús entregado por nosotros y en el SI que el Padre nos ha dado en Su Hijo Jesucristo, tenemos la redención de nuestros pecados y la Alianza eterna .

La pena de crucifixión

En el Derecho Penal romano, la flagelación precedía “de lege” a la crucifixión y se ejecutaba de modo tan brutal, que causaba heridas mortales. La crucifixión, se limitaba a prolongar la agonía del condenado y esta pena se aplicaba, como se ha mencionado ya, a los esclavos, los criminales y a los habitantes de las provincias, estando prohibida su ejecución a los ciudadanos romanos, dada su crueldad, desde el 195 a.C. por la “lex Porcia de tergo civium”.

El condenado a muerte por crucifixión, Jesús incluido, era obligado a llevar el madero transversal de la Cruz, el patibulum, hasta el lugar de la ejecución.
                                         
No era frecuente que a una persona se la azotase antes, con su consiguiente debilitamiento y que luego llevase la Cruz; sin embargo, esto es lo que se constata en el hombre de la Sábana Santa como en el de Jesús. En el Derecho penal romano, la crucifixión no tenía carácter religioso y fue el modo corriente y ordinario de imponer la pena de muerte en Roma, después de abolirse el hacha para las ejecuciones dentro de la ciudad, pero al ser una penalidad que se consideraba deshonrosa, se juzgaba su aplicación adecuada preferentemente para los esclavos y quedaba excluida para imponerla a los individuos de cierto rango, aunque se le juzgara por delitos graves.

La muerte en la Cruz, era la tradicional pena romana, que se imponía  a los graves delitos contra el Estado y la sociedad. Se aplicaba a rebeldes, traidores, bandidos y criminales violentos y comportaba no solo la crueldad intrínseca del propio procedimiento, sino también una carga de infamia como segunda dimensión del castigo, y eso daba como resultado, de que además de morir, se hacía indignamente.

Extienden a Jesús sobre el madero, apoyan las muñecas en él, y tomando clavos en punta y cuadrado, lo apoya sobre ellas y con un golpe seco de martillo lo hunde en el madero, traspasando la carne.


Las cortantes puntas de la corona de espinas, le han lacerado el cráneo y la cabeza de Jesús se inclina hacia delante, pues el espesor del casco de espinas le impide que repose sobre el madero.


  
Le clavan los pies. Lentamente, con un esfuerzo sobrehumano, Jesús ha cogido un punto de apoyo sobre el clavo de los pies. Haciendo fuerza, a pequeños golpes, se levanta aligerando la tracción de los brazos . Los músculos del tórax se distienden y la respiración se hace más amplia y profunda, los pulmones se vacían y Su rostro palidece. Jesús quiere hablar y cada vez que pronuncia una frase, tendrá que levantarse sosteniéndose sobre los clavos de los pies.


Además de estos dolores físicos, Jesús padeció graves sufrimientos morales, puesto que era característica de la crucifixión, el hacer morir a un hombre exponiéndolo a los insultos y la vergüenza pública. Los transeúntes que pasaban por allí, le insultaban meneando la cabeza y diciendo: “Tú, que destruyes el Templo y en tres días lo ibas a levantar, ¡sálvate a ti mismo!, si eres Hijo de Dios, baja de la Cruz”. También los soldados le escarnecían acercándose a Él y dándole vinagre le decían: “Si Tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Incluso uno de los ladrones crucificado con Jesús, le insultaba diciendo: “¿No eres Tú el Mesías?. Sálvate a ti mismo y a nosotros”.

Jesús en la cruz, estaba viviendo el significado pleno y completo de Su misión: Salvar a la humanidad. Por consiguiente, la elevación de Jesús en la cruz es una exaltación real: “Y Yo, cuando sea levantado de la tierra, a todos los hombres atraeré hacia Mi”. Mientras que un rey en un trono domina imponiéndose, Jesús domina atrayendo, gracias al significado cósmico del misterio del crucificado, como centro de atracción de la historia, revelando el sentido de la existencia humana y de la misma existencia de Dios.

Jesús estaba motivado para la muerte pues había afirmado durante la Última Cena: “No hay amor más grande que el dar la vida por los amigos”. Ya ahora, estaba viviendo este extraordinario amor fecundo en la Cruz, con pleno conocimiento espiritual y psicológico. Él era la víctima sufriente ofrecida al Padre, pero también el Sacerdote del Altísimo que celebraba con Su sangre la Nueva Alianza. Jesús está gozoso en la esperanza, y vive Su muerte en la espera de Su gloriosa resurrección y por tanto, el regreso al Padre. Por eso dijo a sus discípulos: “Si me amarais, os alegraría que me fuera al Padre”.

Jesús no veía la muerte como un fracaso de Su vida y Su misión, sino precisamente como el cumplimiento de esa misión, pues sabía que además de salvar a la humanidad en el alma, la había salvado también en el cuerpo, porque sería el primero de los resucitados. Estos factores espirituales, explican que Jesús no estuviera concentrado en Su propio dolor, sino en Su ofrecimiento al Padre, mientras intentaba explicar hasta el final su perfecto amor a los hombres, viviendo su muerte con pleno conocimiento. Por eso, rechazó beber el vino que se le ofrecía.
  
Aunque necesariamente para cambiar de postura con sufrimiento para poder respirar y hablar, Jesús no se lamentaba, por el contrario, expresaba  mucho más el amor que sentía que el dolor que experimentaba. Por eso, ninguno de los que estaban al pie de la Cruz, ni siquiera María y Juan, confortan a Jesús, es más bien Jesús quien mira por ellos y para ser ayudado, se dirige solo al Padre.

La respiración de Jesús se va haciendo cada vez más estertórea, el pecho se dilataba con ansia para tomar un poco de aire; le martilleaba la cabeza por el efecto de las heridas y Su corazón latía rápidamente. La fiebre ardiente de los crucificados le quemaba todo el cuerpo y el cuerpo tirante y en una postura violenta, clavado a los maderos, sin libertad para cambiar de postura, sujeto por las manos que se le desgarraban si aflojaba la tensión, pero si las mantenía bien en alto, le fatigaba mucho el pecho extenuado y azotado.

La sangre de las cuatro heridas de Jesús se había coagulado en torno a la cabeza de los clavos, pero cada sacudida, hacían fluir otros hilos que caían lentos a lo largo de la Cruz y goteaban en tierra. La cabeza se había doblado por el dolor del cuello hacía un lado y sus ojos, estaban ya vidriados por la agonía, y los labios lívidos, resecados por la sed y contraídos por la afanosa respiración. El pulgar, con un movimiento violento, se coloca en oposición a la palma de la mano, lesionándose el nervio mediano, experimentando un dolor agudísimo que le llega a los dedos, salta a la espalda y estalla en el cerebro. Normalmente, esto provoca un síncope, pero en Jesús no es así. El nervio se destruye parcialmente, permaneciendo la lesión del tronco nervioso en contacto con el clavo, de tal modo que cundo el cuerpo queda suspendido en la Cruz, el nervio se tensará fuertemente, con lo que a cada sacudida o movimiento, despertará en Jesús dolores insoportables. Es un suplicio que durará tres horas.

Los músculos de los brazos adquieren una rigidez debida a una contracción que se va acentuando. Los deltoides y bíceps están tensos y abultados  y los dedos se encorvan. Es lo que en medicina se llama tétanos, cuando los calambres se generalizan, los músculos del abdomen quedan rígidos, después los intercostales, los del cuello y finalmente los respiratorios. La respiración, lentamente se acorta y Jesús respira con el ápice de sus pulmones. Se asfixia, se ahoga. Los pulmones llenos de aire no pueden vaciarse. Gotas de sudor corren por su frente y los ojos se salen de las órbitas.
                                        
Como se clavaron sus manos y sus pies, así quedaron también clavados y muertos los pecados de los hombres. La preciosa sangre de Jesucristo, canceló la pena que había contra nosotros y suprimió la vieja Ley clavándola en la Cruz. Su sangre resbalaba por el madero, fertilizando la tierra. Así pues:

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor  de tal manera
que aunque no hubiera cielo yo te amara
y aunque no hubiera infierno te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero, te quisiera”.

Jesús da Su felicidad y presta Su compañía a la muchedumbre de olvidados, humillados, abandonados y perseguidos de toda la humanidad. Jesucristo es el Salvador y la salvación de todo el que lo invoca. Jesús es la vida para tanta muerte como impera en el mundo, por eso, hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse Pontífice misericordioso y fiel a las cosas que tocan a Dios, para expiar los pecados del pueblo. Por cuanto Jesús padeció siento tentado, es capaz de ayudar a los tentados.


(continuará)

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